miércoles, 29 de enero de 2014

La concepción «presentista» de la Historia.


Una reflexión sobre la concepción «presentista» de la Historia

Enrique Castaños (Doctor en Historia del Arte)

En los últimos años se han multiplicado los artículos periodísticos y los ensayos en las revistas especializadas a favor de lo que podríamos llamar una concepción «presentista» de la Historia, en el sentido de que hay que potenciar y estimular el conocimiento del presente, de la actualidad histórica, en detrimento del pasado. Ese presente comprendería, en el mejor de los casos, desde la Paz Armada previa a la Gran Guerra de 1914, aunque la mayoría de quienes defienden esta posición ideológica y metodológica prefieren partir de 1939, en el caso español, o de 1945 en lo que se refiere al contexto internacional. En estas líneas sólo se pretenden hacer algunas observaciones acerca de tal actitud historiográfica en la Educación Secundaria en España, especialmente en el bachillerato, teniendo en cuenta, además, que quienes suelen adoptar esa posición prefieren limitarse al estudio de lo «nacional» o de lo local. La mayoría de quienes postulan esta concepción, suelen acompañarla de otra interpretación paralela y complementaria del «presentismo», a saber: juzgar los acontecimientos y hechos del pasado, incluso del remoto, con los juicios y valores del tiempo actual, distorsionando de ese modo, gravemente, la interpretación histórica objetiva de tales hechos. Por poner un ejemplo muy obvio: la férrea censura de publicación de ciertos libros en la España de Felipe II, o bajo el reinado de Isabel I de Inglaterra, no debe compararse ni equipararse con la practicada en la Alemania nacionalsocialista o en la Rusia estalinista. El desprecio e incluso el odio contra la libertad de expresión, que es un derecho fundamental, es infinitamente mayor en los dos últimos casos citados, entre otras razones porque ese derecho inalienable ya llevaba muchas décadas ampliamente reconocido y protegido jurídicamente en algunos países del mundo, mientras que tal derecho, aunque lo defendiesen determinados espíritus, ni mucho menos estaba generalizado ni aceptado en ningún sitio en la segunda mitad del siglo XVI, aunque ya hubiese territorios que abogasen por él, como las Provincias Unidas del Norte. No puede juzgarse una época histórica anterior a finales del siglo XVIII, en lo que se refiere a un derecho individual inalienable, con los criterios occidentales actuales, debido a que esa época no tenía ni siquiera conciencia de que tal derecho fuese fundamental. Ese tipo de juicios no puede hacerlos un historiador riguroso, esto es, que pretenda la máxima objetividad en sus investigaciones y conclusiones; y, sin embargo, los llevan a cabo de manera demasiado frecuente esos historiadores a los que estamos denominando «presentistas».
 
Pero hay otro equívoco o error intelectual por parte de ese tipo de historiadores, muchos de los cuales suelen adscribirse a una nebulosa e inconcreta «ideología de izquierdas», y digo inconcreta porque ni siquiera poseen esa consistencia intelectual de ciertos historiadores marxistas o próximos a algunas de las principales tesis del materialismo histórico, de mente abierta y tolerante, como, por ejemplo, sin ir más lejos, el recientemente desaparecido Eric J. Hobsbawm; o Frederick Antal; o Giulio Carlo Argan. Ese error, que puede estar amparado en la mala fe o en la simple ignorancia, consiste en desautorizar o desacreditar la historiografía liberal en su conjunto, así como el pensamiento liberal, extendiéndolo asimismo al liberal-conservador, en una suerte de totum revolutum sin orden ni concierto, y donde, de manera harto simplificadora, se identifica liberalismo con reacción, esto es, con lo reaccionario o ultramontano. Cuando precisamente ocurre lo contrario, es decir, que muchos de los análisis más penetrantes y de los juicios históricos más enriquecedores sobre el pasado los ha hecho esta constelación de pensadores y de historiadores, desde Montesquieu, Condorcet, Hume, Gibbon, Ferguson, Burke, Möser, Lessing, Herder y Goethe, hasta Niebuhr, Droysen, Tocqueville, Michelet, John Stuart Mill, Ranke y Mommsen, sin descuidar a los precursores del historicismo, tales como Shaftesbury y Vico. No teniendo bastante con vilipendiar a estas eminentes cabezas, la emprenden también con Isaiah Berlin, Ortega y Gasset, Karl Popper, Hannah Arendt, Raymond Aron o Friedrich Hayek. Repárese en los nombres. Quienes intentan desacreditarlos, se desacreditan a ellos mismos y muestran de ese modo su sectarismo. Se puede discrepar, incluso disentir de muchas cosas, pero propalar la inicua idea de que esos intelectuales son simplemente intelectuales «burgueses» al servicio del orden de cosas establecido, es un acto de mezquindad y de raquitismo mental inaceptable. Todos ellos son rescatables, siempre y cuando que se tenga un sentido amplio y generoso de qué se entiende por «liberal» y por «liberalismo», que principalmente suponen una defensa de las libertades individuales, del derecho de propiedad, de la real división de poderes del Estado y que la libertad no quede subordinada a la igualdad. Igualdad de derechos, igualdad ante la ley, pero no igualitarismo, igualdad indiscriminada y arbitraria. Por eso Burke, siendo como es el padre ideológico del conservadurismo europeo, supo vislumbrar ya en 1791 la terrible deriva de la Revolución en Francia; y no se equivocó. Lo que hizo fue analizar en profundidad lo que Guizot llamaría «los hechos». Por eso Hannah Arendt reivindicó la Revolución de los Padres Fundadores en los Estados Unidos, frente a la Francesa, porque allí se apreció sobre todo a Montesquieu y en Francia, desgraciadamente, la volonté générale de Rousseau, esto es, una hipóstasis del absolutismo monárquico.
 
Otro aspecto más que dudoso de esos historiadores «presentistas» de la «izquierda» es que pretendan hacer de la interpretación histórica de la intelectualidad de izquierdas una verdad incuestionable, o, al menos, una verdad más cargada de razón ética y de objetividad que la interpretación de los historiadores liberales y conservadores.
 
Pero lo más rechazable y lo más falaz de ese gremio corporativista de historiadores es su reivindicación del «presentismo» en sí, esto es, de que sólo debe estudiarse lo contemporáneo, cuanto más próximo a nosotros en el tiempo, mejor. Las revoluciones políticas burguesas de finales del XVIII les parecen ya unas raíces demasiado pretéritas, debiéndose centrar los contenidos a estudiar en el bachillerato, en el caso de España, en lo sucedido desde 1939. Olvidan que el alumno, desde los doce años, debe empezar por conocer todo el proceso histórico, desde la Antigüedad hasta nuestros días, pues, de lo contrario, no puede entender el presente. Al menos desde Grecia y Roma, pero no deberían desdeñarse el Próximo Oriente antiguo, las grandes civilizaciones extremo-orientales y Rusia. Naturalmente, en sus líneas generales; mejor dicho: en sus «grandes» líneas generales. A fuerza de simplificar los contenidos, de reducirlos hasta extremos grotescos, se ha conseguido idiotizar al alumnado. ¡Con lo que un cerebro de doce, catorce o dieciséis años es capaz de absorber! Su capacidad de asimilación es inmensa, gigantesca, siempre que se transmita pasión por el conocimiento; primero, por el maravilloso deseo de conocer en sí mismo, pero de conocer realidades profundas, complejas y esenciales (la idiosincrasia de la polis griega; el simbolismo de la catedral gótica; el cisma del raskol en Rusia en época del Patriarca Nikon); y segundo, por la inmensa satisfacción que proporciona comprender la realidad, aunque sólo sea una pequeña parcela de la misma. Los llamados «presentistas» afirman que la complejidad de la Historia Contemporánea no es comparable a la Historia anterior (esta segunda sería menos compleja). ¿Han leído a Tucídides, a Tácito, a Polibio, a Ibn Jaldún, a Maquiavelo, a Justus Möser, a Edward Gibbon, a Jules Michelet, a Jacobo Burckhardt, a Teodoro Mommsen, a Leopoldo von Ranke? En el caso español, ¿puede de verdad entenderse el presente sin conocer la romanización, el epigonismo visigodo, el Califato y las taifas, la formación de los reinos cristianos, la unión dinástica, la empresa americana, la política imperial de los Austrias, el reformismo dieciochesco, etc? ¿Es de verdad posible? No, no es factible. Formar individuos cultos, críticos, amantes del conocimiento y de la mejora moral y material de nuestra sociedad, exige, al menos, otear, aunque más deseable aún sería profundizar en el pasado histórico de las grandes civilizaciones. De ese modo, además, tendremos una conciencia más amplia, más universal, más cosmopolita, menos excluyente, de nuestro ser en el mundo.